domingo, 19 de octubre de 2008

Noches de arrabal

Noches de arrabal


En la puerta del Club Armenio, se agrupa un tumulto de gente. Unas enormes puertas dan la bienvenida a un espacio inundado de tango arrabalero. La típica música del Rio de la Plata se deja escuchar despacito desde el subsuelo.
Ubicada en pleno Palermo Viejo, “La Viruta”, una popular escuela de tango y milonga, ofrece entre otros servicios, clases de baile, cena y shows en vivo. El ambiente cálido y familiar le da a la viruta un aire de informalidad más relajado que en aquellas milongas más típicas y tradicionales, dónde ciertos códigos se respetan a rajatabla, como la vestimenta: el traje impecable para los hombres y el vestido ceñido y zapatos con tobillera para las mujeres. Aquí, en La Viruta, todos lucen un atuendo elegante-sport. Eso si, es probable que si cruzamos fuera de la milonga a alguna de las mujeres que son habitués del lugar, midan unos cuántos centímetros menos. Caminan con elegancia y habilidad subidas a unos taco aguja que rondan entre los 8 y 10 centímetros de alto.
Casi todas las mesas estatégicamente ubicadas para no entorpecer el paso, están ocupadas. Grupos de personas charlan animosamente mientras disfrutan de la cena, generalmente acompañada con un buen vino. La puerta de la cocina no tiene descanso. Ricardo, un mozo del lugar, comenta que lo que más sale son las comidas criollas a la carta, ya que los turistas no sólo vienen por el tango, sino también para probar las delicias gastonómicas que el menú ofrece. Para aquellos que no quieren demorarse demasiado para salir a las pistas, la pizza casera y las minutas son una opción recurrente.
Desde temprano, la casa organiza clases de tango con el objetivo de iniciar a los interesados en aprender los pasos básicos del 2 x 4. Un animador invita a acercarse a la pista a tímidos y vergonzosos, que se ubican en una ronda algo desprolija al rededor de la pista. Rápidamente, el salón queda divido en tres sectores, en los cuales estudiantes principiantes, intermedios y avanzados comienzan a calentar los motores que les permitirán girar al rededor de la pista durante toda la noche, abrazados a tantos compañeros de baile como les sea posible.
Los aprendices siguen con atención las indicaciones de los docentes, que explican de manera clara y sencilla cómo deben desenvolverse en la pista. Ocho pasos básicos que pueden combinarse para crear un sinfin de formas y figuras, componen el repertorio de los expertos, quienes demuestran en cámara lenta cómo defenderse ante un tango o una milonga. De un lado las damas, de otro los caballeros, y la música tenue acompaña a los principiantes deseosos de poner en práctica los pasos aprendidos. Jóvenes y maduros, porteños y extranjeros, todos imitan el lento deslizamiento de los pies de los docentes. Esta primera aproximación al tango permite que los principiantes puedan desenvolverse con mayor soltura a la hora de milonguear.
Del otro lado, bailarines un poco más avanzados practican figuras más complejas y algunos trucos complicados. Los hombres toman con delicadeza a sus compañeras, y ellas se dejan llevar, se entregan al baile como hábiles gacelas.
Al costado de la pista, una niña de piel pálida y rizos rubios observa al grupo de novatos. Su madre le insiste para que se sume a la clase, pero ante la negativa de la pebeta vergonzosa, sólo le hace una pregunta antes de continuar con su práctica: “Why not!?”. Kim tiene 41 años y vino desde Canadá junto a su familia. En sus vacaciones por Buenos Aires, no dudó en convencer a todo el grupo familiar para que la acompañen a tomar unas cuantas clases de tango, para luego quedarse hasta la madrugada en la milonga.
A medianoche, las mesas se corren y se da comienzo a la milonga propiamente dicha: las parejas se unen al azar y se enredan en una coreografía improvisada al compás de la música. Aquellos que ya tienen los pasos de baile incorporados, rompen el hielo y ocupan el centro de la pista frente a la mirada de decenas de personas. Poco a poco, se van sumando bailarines hasta que el salón queda colmado de parejas. Entoces sí, en la masa bailante se puede visualizar con claridad la gran variedad de personas que asisten a la milonga. No hay diferencias de edad ni de status social que valgan a la hora del baile. La apertura mental que se debe tener para abrazar a un completo desconocido durante tres minutos, y dejarse llevar por la música melancólica del piano y el bandoneón, invita a dejar afuera cualquier tipo de prejuicio a la hora de bailar.
Giros inesperados para no chocarse, alguna sonrisa cómplice (consecuencia de algún pisotón), y los más variados firuletes de a dos, son moneda corriente en la pista.
Entre pieza y pieza, los cambios de pareja se suceden uno tras otro. Promediando la noche, la orquesta “La Típica Criolla” seduce con sus notas a los bailarines. Una voz melancólica, digna de ser confundida con esos antiguos discos de long-play, entona diversos tangos desde un escenario hábilmente iluminado. Mientras tanto, en la pista casi en penumbras, una gran cantidad de parejas disfruta de la música en vivo que da un aire tradicional a la velada.
De repente, una voz en off anuncia que algo inédito está por ocurrir. Los parlantes dejan escuchar la voz de Luis Miguel entonando un clásico bolero: “Su amor es como un grito/ Que llevo aquí en el alma y aquí en el corazón/ Y soy aunque no quiera/ Esclavo de sus ojos, juguete de su amor...”. Una gran expectativa inunda el aire. Una pareja se ubica en el centro de la pista desierta. Ella viste un vestido blanco, inmaculado, que deja ver unas piernas contorneadas por tantas noches de milonga, sostenidas por unas sandalias altísimas. Él, con un elegante traje negro, se arrodilla frente a su compañera y al grito de: “¡La quiero!” saca de su bolsillo un anillo que coloca en el anular de su mujer. Mientras se abrazan, los aplausos y silbidos surgen espontáneamente de todos los espectadores del romántico episodio. Silvia y Marcelo se conocieron en este lugar hace algunos años, y fue aquí mismo, entre estas paredes que vieron nacer su amor, el sitio elegido para comprometerse públicamente. Luego de un año de convivencia, habían decidido comprometerse con anillos y fiesta incluidos. Sin embargo, la propuesta sorprendió a Silvia, que se empilchó para una noche más de milonga junto a su novio sin siquiera presentir que podía ser protagonista de semejanto acontecimiento. El baile continúa, mientras amigos y familiares se acercan y felicitan a los flamantes comprometidos.
Mientras nuevas parejas se forman en la pista, la misma voz en off ahora anuncia el 2 x 1 en tragos y cerveza que la barra ofrece a los milongueros. Román, un muchacho de 29 años de contextura mediana se acerca y pide un chopp, con un claro acento francés. Vino hace tres semanas desde París, no sólo para perfeccionar el idioma, sino también para adentrarse en la cultura tanguera de la capital porteña. En su primera visita a Buenos Aires, quizo poner a prueba los conocimientos que adquirió durante un año en una asociación de tango con profesores argentinos. Asistir a la clase de tango le permitió refrescar los trucos y técnicas que aprendió en París. Se sorprende por el aire familiar de La Viruta, ya que tuvo la oportunidad de asistir a otras milongas cuyo ambiente frío y cerrado influyó en la dificultad para conseguir una pareja de baile. Para Román, como para muchos, no hay necesidad de conocer a la compañera, sino que sólo se trata de compartir el momento y disfrutarlo al máximo posible. Al terminar el chopp, se despide amistosamente y se acerca sin vacilaciones a una señorita para invitarla a compartir una pieza de baile, tal vez dos o tres.
Desde que la Ley Antitabaco rige en la capital porteña, hace aproximadamente 2 años, el “Salón Fumador” comienza de la puerta para afuera. Una joven elegante, de piel blanca y largos cabellos rojizos se acerca y pide un cigarrillo. Su nombre es Salima, tiene 20 años y hace 2 años da clases de tango en La Viruta. Su madre era habitué del lugar, y como no quería dejarla sola, la trajo a milonguear cuando apenas tenía 14. Empezó a bailar aquí, y aquí se quedó. Recuerda que en sus comienzos, el lugar era más familiar, pero fue creciendo y hoy, los fines de semana, se colma de principiantes, generalmente turistas, y grupos de amigos que se juntan tempranito a cenar, para luego gastar la suela de sus zapatos, milongueando hasta las seis de la mañana. Sonrie sonrojada ante una pregunta quizás algo indiscreta: ¿Hay algo detrás de una simple invitación de compartir una pieza de baile? Claro que sí, porque hay mucha soledad camuflada en la danza. Salima tuvo que aprender a manejar ciertas situaciones incómodas, como aquella vez en que un caballero cuarentón le invitó con un trago luego del baile. El tango, esa música arrabalera arraigada en la sociedad porteña e irresistible para los extranjeros, representa el deseo de las personas de abrazar y ser abrazadas. Aunque sea por el tiempo que dure una canción o dos. Es pasional, sí. Pero también es triste, melancólico. La búsqueda de una compañía, aunque sea efímera, la necesidad de sentir esa extraña conexión, y la soledad que aqueja a muchos milongueros, empuja a solitarios de la noche a adentrarse en un mundo en el que sea posible sentir el cálido roce de las manos de su pareja de turno.
Bien tarde, al rededor de las tres de la madrugada, la entrada libre da paso al arribo de los tangueros tradicionales. Hombres y mujeres que esperan el momento de ingresar a la milonga para demostrar la rica experiencia que les dieron noches y noches de práctica del 2 x 4 . Son admirados, y sobre todo, codiciados. Ellos, son los más solicitados a la hora del baile: saben como manejar a su compañera, como marcar los pasos para lograr una coreografía delicada, intima. Ellas, saben cómo seducir con su mirada misteriosa y sus labios carmesí. Acompañan con un abrazo cómodo y natural, saben como reconocer las pautas que le indican para que lado girar y la forma en que deben mover sus brazos y piernas. Y se entregan a la danza sólo por algunas piezas. Los tangueros – tangueros forman parte de un círculo relativamente cerrado, muchas veces son considerados exclyentes a la hora del baile. Se conocen entre sí, y más que habitués, son invitados de la casa. Entre ellos, Carlos se autoconsidera un tanguero duro que frecuenta distintas milongas de la Capital Federal. A sus 53 abriles, pasó gran parte de sus noches moviendo sus pies al compás del bandoneón. Se siente dichoso al poder tomar de la cintura a una compañera de baile para recorrer todos los rincones de la pista de baile. Nunca llega antes de las dos de la madrugada. Todos los viernes, previa cena con amigos, se dispone a mover sus zapatos azabache lustradísimos hasta el amanecer. En esta oportunidad, lo acompaña su amiga Mabel, dueña de una figura estilizada que, dice, siempre cuidó. Ambos son amantes de la música rioplatense, de Edmundo Rivero y Hugo del Carril. Son compañeros de la vida y del baile hace añares. Sin embargo, Carlos también se siente a gusto enredando sus piernas con las de alguna gringa que quiera acompañarlo con un tango. Al final de cuentas, sólo se trata de bailar.

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